No
hay mayor misterio que este: buscamos constantemente la realidad, cuando de
hecho somos la realidad. Ramana Maharshi
Cuando te detienes
y traes toda tu atención de vuelta a la
experiencia presente, a lo que está ocurriendo justo ahora, a donde estás,
¿qué es lo que encuentras?
¿Encuentras que
algo aquí sea definitivo, inmutable, inamovible?
¿Encuentras un yo separado y permanente?
¿Encuentras algo sólido llamado yo?
¿O lo que ves es que todo lo que hay aquí está
constantemente cambiando, en movimiento, danzando de momento en momento?
Los pensamientos
aparecen y desaparecen, ellos solos. Las imágenes, los recuerdos y las ideas
van pasando uno tras otro por la pantalla de nuestra consciencia, se quedan un
rato y luego desaparecen.
Van y vienen toda
clase de sentimientos: tristeza, aburrimiento, frustración, ira, miedo...
Se suceden las
sensaciones por todo el cuerpo.
Los sonidos surgen de la nada: el tráfico de
la calle, el zumbido de un televisor, un portazo, tu propia respiración, el
canto de un pájaro, ¡Pío, pío!
A lo largo de todo el día, ascienden y
descienden todo tipo de pensamientos, sensaciones, sentimientos y sonidos en el
océano de consciencia que eres.
A todo lo que aparece en la pantalla de
nuestra consciencia, podríamos llamarlo onda de experiencia. Un pensamiento es
una onda. Un sonido es una onda. Un sentimiento, una sensación son una onda. Y
todas estas ondas, todas estas olas de pensamiento, de sonido, de sentimiento y
de sensación aparecen y desaparecen en el espacio plenamente abierto de la
consciencia, el vasto océano que eres en esencia.
¿Eres capaz de reconocer que tu experiencia
de la vida es siempre una simple danza de olas en el momento presente, que se
suceden todas en el vasto océano que eres? (Y el
término «océano», puedes sustituirlo por «consciencia», «percepción
consciente», «ser» o «presencia»... o cualquier palabra que te parezca
apropiada para nombrar esta realidad que está más allá de las palabras.
Lo que eres, igual
que el océano, abarca todas las pequeñas ondas de experiencia que ascienden y
descienden, que nacen y mueren.
Los pensamientos,
las sensaciones, los sentimientos y los sonidos van y vienen en ti. Tú no eres
tus pensamientos, ni tus sentimientos, ni tus ideas y juicios sobre ti mismo,
ni la historia de tus éxitos y fracasos, ni ninguna de las sensaciones o
sonidos que aparecen y desaparecen sin embargo, lo que eres —como el espacio
plenamente abierto en el que se permite que aparezcan y desaparezcan todos los
pensamientos, sensaciones, sentimientos y sonidos— es a la vez,
misteriosamente, inseparable de esos pensamientos, sensaciones, sentimientos y
sonidos.
Tú no eres tus
pensamientos, pero, a la vez, todos los pensamientos tienen permiso para ir y
venir en la intimidad que eres.
Lo que eres no son
sonidos, y, no obstante, todos los sonidos tienen permiso para aparecer y
desaparecer en ti.
Y bien, desde la
perspectiva de lo que eres, desde la perspectiva del océano, aunque las olas
sean todas diferentes en apariencia, en esencia son todas lo mismo. Todas son
agua. Así que, utilizando esta metáfora, podría decirse que el océano sabe que
todas las olas son sencillamente parte de él.
Cada pensamiento,
cada sentimiento y cada sensación que aparece en ti es sencillamente el océano
en su danza. Desde las potentes olas violentas hasta las más suaves y plácidas,
todas son agua. Así que, en el nivel más profundo, el océano no tiene ningún
problema con ninguna de las olas, porque sabe que ninguna de ellas puede poner
en peligro lo que él es en realidad.
Hay, por tanto, un
profundo bienestar respecto a todas ellas, una paz que escapa al entendimiento,
que nace de haber reconocido que, en esencia, son inseparables del océano.
Ninguna de las olas
de la vida puede dañar al océano que eres. Ninguna puede destruirte. Ninguna
puede sustraerte nada, y ninguna puede añadir nada a lo que eres. Ninguna de
las olas es ajena a ti.
De modo que, ya
aparezca el océano como una ola de pensamiento, de dolor, de miedo, de
entusiasmo, de alegría o como cualquier otra ola, sabe que, a nivel esencial,
todas esas apariencias están bien. Todas tienen un hogar en lo que eres. Lo que eres es lo bastante vasto para
contenerlas a todas.
Como nos han recordado
todos los maestros espirituales a través de los tiempos, en realidad no eres
una persona separada, no eres un yo individual, sino el espacio abierto en el
que todas las pequeñas olas de experiencia —pensamientos, sensaciones,
sentimientos, sonidos— vienen y van.
Eres literalmente,
eso que buscas. Eres la consciencia que sostiene la danza de la forma. Eres la
vasta expansión de percepción consciente en la que el mundo aparece y
desaparece.
Sea lo que sea lo
que aparece y desaparece en tu experiencia, tú permaneces en calma en medio de
la tormenta; eres el vasto y profundo océano que ni siquiera la ola más
violenta puede destruir. Por mucho que las olas se eleven y rompan
estrepitosamente, en las profundidades del océano hay silencio..., silencio y saber.
A esto a lo que
apuntan en definitiva todas las enseñanzas religiosas y espirituales: al hecho
de que hay algo —llámalo como quieras (pues no siendo una cosa, es en verdad
innombrable)— aquí, justo en las profundidades de la experiencia presente, que
no viene y va, que no puede romperse, pudrirse ni desintegrarse, ni siquiera en
medio de la más extrema tristeza, dolor o miedo.
Es
un lugar que siempre está profundamente bien, incluso cuando todo en la
superficie parece no estarlo. Y, dado que se
encuentra más allá de los opuestos, más allá del mundo dualista del
pensamiento, está asimismo más allá del ciclo de nacimiento y muerte.
Nunca nació, y no
puede morir. Es la completitud que la ola desesperada busca pero nunca
encontrará. Es el hogar.
Estamos tan
ocupados intentando escapar del malestar y el dolor, y alcanzar la completitud
en el futuro, que acabamos pasando por alto la incompletud presente.
Estamos tan
ocupados intentando volver a casa que pasamos por alto el hecho ineludible de
que ya estamos en casa.
Estamos tan
ocupados intentando mantener una imagen de nosotros, intentando demostrarnos y
demostrarle al mundo quiénes somos, que pasamos por alto que lo que somos es
sencillamente el inconmensurable espacio abierto en el que todas las imágenes vienen
y van.
Estamos tan
ocupados buscando que acabamos pasando por alto este espacio abierto que lo
contiene todo, un espacio abierto que es en sí mismo el final de la búsqueda.
Eres
eso que buscas, como los grandes maestros
espirituales nos han dicho siempre. Y no lo encontrarás en el futuro. Solo se
puede encontrar en el ahora.
Decididos a gestionar las olas
Desde la
perspectiva del océano, nada es un problema, en el más profundo sentido. El
dolor, la ira, la frustración... vienen y van en el océano, y no son, en
sentido real, un problema. Pero como los seres humanos no nos damos cuenta de
quiénes somos realmente, hacemos un problema de ellos. Decimos: «¡Esta ola no
debería estar en el océano! Pone al océano en peligro..., pone en peligro lo
que soy. Impide, en cierto modo, la completitud del océano, y, si pudiera
librarme de ella, volvería a haber completitud».
Lo que hacemos, en
esencia, es no permitir que una ola esté en el océano. ¡No permitimos que una
ola, que ya es expresión perfecta de la vida, esté en la vida!
Estamos tan
profundamente condicionados a juzgar las olas, a dividirlas en buenas, malas,
feas, hermosas, seguras, peligrosas, positivas o negativas que acabamos pasando
por alto la completitud inherente a cada ola de experiencia: a cada
pensamiento, sentimiento y sensación.
Nos erigimos en
jueces de las olas y, básicamente, juzgamos que unas están bien y otras no
están bien, así que permitimos que algunas existan en lo que somos y otras no.
Y aquí es donde empieza eso a lo que llamamos resistencia.
Muchos maestros
espirituales hablan de la resistencia que oponemos al momento presente y de
cómo esa resistencia se halla en la raíz de todo nuestro sufrimiento
psicológico.
Ahora podemos
entender por qué nos resistimos a un pensamiento o sentimiento: le oponemos
resistencia porque no vemos la completitud en él, porque, a cierto nivel, lo
percibimos como una amenaza a lo que somos.
Nos resistimos por
miedo, porque no vemos la inseparabilidad e intimidad que hay entre lo que
somos y lo que aparece en la experiencia presente.
Así que, a cierto
nivel, sentimos que lo que está ocurriendo no está bien, y nos retiramos para
evitarlo.
Ingeniamos maneras
de hacerlo muy complicadas, pero, en esencia, lo que intentamos hacer es muy
simple: libramos de las olas que no nos gustan. Deseamos tener el océano bajo
control gestionando las olas, de modo que solo aparezcan aquellas que queremos
que aparezcan.
Todo el sufrimiento
humano es una variación de este tema: intentar
controlar las olas, intentar controlar la experiencia del momento presente para
que se amolde a nuestras ideas y conceptos de cómo debería ser.
Si quieres sufrir,
¡compara este momento con tu imagen de cómo debería ser!.
Acabo escapando de
cualquier aspecto de mi experiencia presente que considero que pone en peligro
la completitud.
Literalmente, entro en guerra conmigo mismo.
Me divido en dos: yo, contra las «olas malas», las «olas peligrosas», las «olas
oscuras» o las «olas diabólicas» que hay en mí.
Ciertas olas que
hay en mí se convierten en una amenaza, así que echo mano del mundo —del
siguiente cigarrillo, la siguiente relación sexual, la siguiente jarra de
cerveza, el siguiente su— bidón espiritual— para dejar de sentir lo que siento,
para eludir ciertas olas y, en definitiva, para librarme de esta incompletitud,
este vacío, este sentimiento de carencia que palpita en el centro de mi ser.
Me hago adicto (a
amantes, a gurús, a sustancias diversas), me apego a rígidos sistemas de
creencias o me mato a trabajar..., todo para no tener que experimentar lo que
experimento, para no tener que sentir lo que realmente siento en este momento,
para poder anestesiarme y no sufrir el dolor de ser humano.
Como seres humanos,
hacemos cosas muy complicadas, peligrosas e incluso violentas para escapar del
malestar que nos provoca la experiencia presente. Pero lo que ocurre por debajo
de esto es siempre muy simple: nos
resistimos a lo que es.
Durante un rato, el
dinero, el cigarrillo, el encuentro sexual, la experiencia espiritual parecen
proporcionarnos alivio de este aprieto; el objeto externo o la persona parecen
hacer que desaparezca la tristeza, la soledad, el miedo, y parecen darnos la
completud que anhelamos. Me aferró a cualquier cosa que crea que me proporciona
integridad.
Muchas enseñanzas espirituales
hablan del apego, y ahora podemos entender por qué nos apegamos: cuando
pensamos que esos objetos externos y esas personas nos están dando integridad,
no podemos soltarnos de ellos, porque hacerlo significaría perder la
integridad. Continuar enganchados a ellas puede llegar a ser una cuestión de
vida o muerte.
Inconscientemente
les otorgamos poder a esas personas y objetos de nuestro mundo que creemos que
nos dan integridad, y, al hacerlo, perdemos nuestro poder y dejamos de confiar
en nuestra experiencia.
Por eso, el
buscador siempre busca un gurú —algo o alguien que tiene poder sobre él—. El
gurú adopta muchas formas distintas: puede ser un gurú espiritual (que parece
tener el poder de la iluminación), un amante (que parece tener el poder del amor)
o una botella de cerveza (que parece tener un misterioso poder de hacerte
sentir mejor).
El objeto o la
persona teóricamente te quitan el malestar, durante un tiempo. Durante un
tiempo muy breve, el peso del yo, el peso de la búsqueda, desaparece, y sientes
un alivio temporal del malestar, del dolor, del sufrimiento.
Cuando estás cerca de tu amante o de tu
maestro espiritual, cuando estás viendo jugar a tu equipo favorito, cuando
estás inmerso en la intimidad del encuentro sexual, en la emoción de los
deportes extremos o en las profundidades de la meditación, todo parece volver a
estar bien. La búsqueda se relaja y, durante un rato, dejas de sentir el peso
de ser una ola separada.
Pero he aquí el problema: cuando retiras el
alcohol, el maestro espiritual, el amante o la actividad, el malestar
reaparece, a veces multiplicado. Cuando te separas del objeto buscado —el
objeto de la adicción, aquello que imaginabas que te estaba completando—, la
búsqueda empieza de nuevo.
Muchas veces, solo
cuando pierdes lo que pensabas que te completaba te das cuenta de la búsqueda
que borboteaba por debajo de ello; simplemente, no eras consciente de que
estuvieras usando a tu «gurú» para que te completara.
La búsqueda era
inconsciente. Sí, es fácil creer que no
buscas nada cuando todo te va bien, cuando tienes lo que quieres y la vida se
porta bien contigo. Dices: «¡No necesito nada para completarme! ¡Estoy
completo!». Pero entonces pierdes tu dinero, tus posesiones, la salud, a tu
pareja, a tu gurú espiritual, la fama, el éxito, tu aspecto, los recuerdos de
tu experiencia de iluminación; pierdes el objeto, la persona o la experiencia
que pensabas que te completaba..., y la consiguiente completitud, la
consiguiente soledad, la profunda insatisfacción con la vida —todo lo que se
suponía que tus «poderosos» objetos o personas habían hecho desaparecer— vuelve
a aflorar.
Ni el objeto, ni la
persona, ni la experiencia pasajera tenían en realidad ningún poder..., al
menos no el poder que tú realmente anhelabas: el poder de poner fin a la
búsqueda, de una vez por todas.
Así es, normalmente no nos damos cuenta de que
estamos buscando hasta que experimentamos la pérdida; y la pérdida puede ser
algo terrible..., o una auténtica oportunidad
de comprender que, para estar completos, nunca hemos necesitado lo que creíamos
necesitar.
¿Qué crees que necesitas para estar completo?
¿Qué tienes miedo de perder? ¿Qué, en caso de que lo perdieras, te haría estar
incompleto?
La verdadera libertad no depende de ninguna
fuente exterior. La verdadera libertad
es ser libre de toda dependencia, es dejar de depender de las fuentes
externas para que te completen.
El cigarrillo, los encuentros sexuales, la
afectuosa mirada de un gurú no pueden darte una libertad permanente.
Solo cuando tu atención
gire ciento ochenta grados para contemplar las olas no deseadas de las que
huyes, existe la posibilidad de que descubras la libertad total y la paz en
tu propia experiencia.
Jeff Foster
No hay comentarios:
Publicar un comentario