Siddhartta escuchaba. Ahora permanecía atento, totalmente entregado a esa sensación; completamente vacío, solo dedicado a asimilar; se daba cuenta de que acababa de aprender a escuchar.
Ya en muchas ocasiones, había oído las voces del rio, pero hoy sonaban diferentes. Ya no podía diferenciar las alegres de las tristes, las del niño y las del hombre: todas eran una, el lamento del que anhela y la risa del sabio, el grito de la ira y el suspiro del moribundo.
Todas estaban entretejidas, enlazadas y ligadas de mil maneras. Y todo aquello unido era el mundo, todas las voces, los fines, los anhelos, los sufrimientos, los placeres, lo bueno y lo malo; el rio era la música de la vida.
Y cuando Siddhartta escuchaba con atención al rio, podía oír esa canción de mil voces; y si no se concentraba en el dolor o en la risa, si no ataba su alma a una de aquellas voces adentrándola en su Yo, entonces percibía únicamente el todo, la unidad.
En aquel momento, la canción de mil voces consistía en una sola palabra.
Herman Hesse, Siddhartha
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