Todas las enseñanzas religiosas y espirituales apuntan al hecho de que hay algo —llámalo como quieras (pues no siendo una cosa, es en verdad innombrable)— aquí, justo en las profundidades de la experiencia presente, que no viene y va, que no puede romperse, pudrirse ni desintegrarse, ni siquiera en medio de la más extrema tristeza, dolor o miedo.
Es un lugar que siempre está profundamente bien, incluso cuando todo en la superficie parece no estarlo. Y, dado que se encuentra más allá de los opuestos, más allá del mundo dualista del pensamiento, está asimismo más allá del ciclo de nacimiento y muerte.
Nunca nació, y no puede morir. Es la completitud que la ola del océano desesperada busca pero nunca encontrará. Es el hogar.
Estamos tan ocupados intentando escapar del malestar y el dolor, y alcanzar la completitud en el futuro, que acabamos pasando por alto la incompletud presente.
Estamos tan ocupados intentando volver a casa que pasamos por alto el hecho ineludible de que ya estamos en casa.
Estamos tan ocupados intentando mantener una imagen de nosotros, intentando demostrarnos y demostrarle al mundo quiénes somos, que pasamos por alto que lo que somos es sencillamente el inconmensurable espacio abierto en el que todas las imágenes vienen y van.
Estamos tan ocupados buscando que acabamos pasando por alto este espacio abierto que lo contiene todo, un espacio abierto que es en sí mismo el final de la búsqueda.
Eres eso que buscas, como los grandes maestros espirituales nos han dicho siempre. Y no lo encontrarás en el futuro. Solo se puede encontrar en el ahora.
Decididos a gestionar las olas
Desde la perspectiva del océano (ese espacio, lo que somos….), nada es un problema, en el más profundo sentido. El dolor, la ira, la frustración... vienen y van en el océano, y no son, en sentido real, un problema.
Pero como los seres humanos no nos damos cuenta de quiénes somos realmente, hacemos un problema de ellos. Decimos: «¡Esta ola no debería estar en el océano! Pone al océano en peligro..., pone en peligro lo que soy. Impide, en cierto modo, la completitud del océano, y, si pudiera librarme de ella, volvería a haber completitud».
Lo que hacemos, en esencia, es no permitir que una ola esté en el océano. ¡No permitimos que una ola, que ya es expresión perfecta de la vida, esté en la vida!
Estamos tan profundamente condicionados a juzgar las olas, a dividirlas en buenas, malas, feas, hermosas, seguras, peligrosas, positivas o negativas que acabamos pasando por alto la completitud inherente a cada ola de experiencia: a cada pensamiento, sentimiento y sensación.
Nos erigimos en jueces de las olas y, básicamente, juzgamos que unas están bien y otras no están bien, así que permitimos que algunas existan en lo que somos y otras no. Y aquí es donde empieza eso a lo que llamamos resistencia.
Muchos maestros espirituales hablan de la resistencia que oponemos al momento presente y de cómo esa resistencia se halla en la raíz de todo nuestro sufrimiento psicológico.
Ahora podemos entender por qué nos resistimos a un pensamiento o sentimiento: le oponemos resistencia porque no vemos la completitud en él, porque, a cierto nivel, lo percibimos como una amenaza a lo que somos.
Nos resistimos por miedo, porque no vemos la inseparabilidad e intimidad que hay entre lo que somos y lo que aparece en la experiencia presente. Así que, a cierto nivel, sentimos que lo que está ocurriendo no está bien, y nos retiramos para evitarlo.
Ingeniamos maneras de hacerlo muy complicadas, pero, en esencia, lo que intentamos hacer es muy simple: libramos de las olas que no nos gustan. Deseamos tener el océano bajo control gestionando las olas, de modo que solo aparezcan aquellas que queremos que aparezcan.
Todo el sufrimiento humano es una variación de este tema: intentar controlar las olas, intentar controlar la experiencia del momento presente para que se amolde a nuestras ideas y conceptos de cómo debería ser.
Si quieres sufrir, ¡compara este momento con tu imagen de cómo debería ser!
Acabo escapando de cualquier aspecto de mi experiencia presente que considero que pone en peligro la completitud. Literalmente, entro en guerra conmigo mismo. Me divido en dos: yo, contra las «olas malas», las «olas peligrosas», las «olas oscuras» o las «olas diabólicas» que hay en mí. Ciertas olas que hay en mí se convierten en una amenaza, así que echo mano del mundo —del siguiente cigarrillo, la siguiente relación sexual, la siguiente jarra de cerveza, el siguiente subidón espiritual— para dejar de sentir lo que siento, para eludir ciertas olas y, en definitiva, para librarme de esta incompletitud, este vacío, este sentimiento de carencia que palpita en el centro de mi ser.
Me hago adicto (a amantes, a gurús, a sustancias diversas), me apego a rígidos sistemas de creencias o me mato a trabajar..., todo para no tener que experimentar lo que experimento, para no tener que sentir lo que realmente siento en este momento, para poder anestesiarme y no sufrir el dolor de ser humano. Como seres humanos, hacemos cosas muy complicadas, peligrosas e incluso violentas para escapar del malestar que nos provoca la experiencia presente. Pero lo que ocurre por debajo de esto es siempre muy simple: nos resistimos a lo que es.
Durante un rato, el dinero, el cigarrillo, el encuentro sexual, la experiencia espiritual parecen proporcionarnos alivio de este aprieto; el objeto externo o la persona parecen hacer que desaparezca la tristeza, la soledad, el miedo, y parecen darnos la completud que anhelamos. Me aferro a cualquier cosa que crea que me proporciona integridad.
Muchas enseñanzas espirituales hablan del apego, y ahora podemos entender por qué nos apegamos: cuando pensamos que esos objetos externos y esas personas nos están dando integridad, no podemos soltarnos de ellos, porque hacerlo significaría perder la integridad. Continuar enganchados a ellas puede llegar a ser una cuestión de vida o muerte.
Inconscientemente les otorgamos poder a esas personas y objetos de nuestro mundo que creemos que nos dan integridad, y, al hacerlo, perdemos nuestro poder y dejamos de confiar en nuestra experiencia.
Por eso, el buscador siempre busca un gurú —algo o alguien que tiene poder sobre él—.
El gurú adopta muchas formas distintas: puede ser un gurú espiritual (que parece tener el poder de la iluminación), un amante (que parece tener el poder del amor) o una botella de cerveza (que parece tener un misterioso poder de hacerte sentir mejor).
El objeto o la persona teóricamente te quitan el malestar, durante un tiempo. Durante un tiempo muy breve, el peso del yo, el peso de la búsqueda, desaparece, y sientes un alivio temporal del malestar, del dolor, del sufrimiento.
Cuando estás cerca de tu amante o de tu maestro espiritual, cuando estás viendo jugar a tu equipo favorito, cuando estás inmerso en la intimidad del encuentro sexual, en la emoción de los deportes extremos o en las profundidades de la meditación, todo parece volver a estar bien. La búsqueda se relaja y, durante un rato, dejas de sentir el peso de ser una ola separada.
Pero he aquí el problema: cuando retiras el alcohol, el maestro espiritual, el amante o la actividad, el malestar reaparece, a veces multiplicado.
Cuando te separas del objeto buscado —el objeto de la adicción, aquello que imaginabas que te estaba completando—, la búsqueda empieza de nuevo.
Muchas veces, solo cuando pierdes lo que pensabas que te completaba te das cuenta de la búsqueda que borboteaba por debajo de ello; simplemente, no eras consciente de que estuvieras usando a tu «gurú» para que te completara. La búsqueda era inconsciente.
Sí, es fácil creer que no buscas nada cuando todo te va bien, cuando tienes lo que quieres y la vida se porta bien contigo. Dices: «¡No necesito nada para completarme! ¡Estoy completo!». Pero entonces pierdes tu dinero, tus posesiones, la salud, a tu pareja, a tu gurú espiritual, la fama, el éxito, tu aspecto, los recuerdos de tu experiencia de iluminación; pierdes el objeto, la persona o la experiencia que pensabas que te completaba..., y la consiguiente completitud, la consiguiente soledad, la profunda insatisfacción con la vida —todo lo que se suponía que tus «poderosos» objetos o personas habían hecho desaparecer— vuelve a aflorar.
Ni el objeto, ni la persona, ni la experiencia pasajera tenían en realidad ningún poder..., al menos no el poder que tú realmente anhelabas: el poder de poner fin a la búsqueda, de una vez por todas. Así es, normalmente no nos damos cuenta de que estamos buscando hasta que experimentamos la pérdida; y la pérdida puede ser algo terrible..., o una auténtica oportunidad de comprender que, para estar completos, nunca hemos necesitado lo que creíamos necesitar.
¿Qué crees que necesitas para estar completo?
¿Qué tienes miedo de perder?
¿Qué, en caso de que lo perdieras, te haría estar incompleto?
La verdadera libertad no depende de ninguna fuente exterior. La verdadera libertad es ser libre de toda dependencia, es dejar de depender de las fuentes externas para que te completen.
El cigarrillo, los encuentros sexuales, la afectuosa mirada de un gurú no pueden darte una libertad permanente.
Solo cuando tu atención gire ciento ochenta grados para contemplar las olas no deseadas de las que huyes, existe la posibilidad de que descubras la libertad total y la paz en tu propia experiencia.
Jeff Foster
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