EL miedo más atroz que hay en nosotros no es el miedo a la muerte; es el miedo a la vida. Es el miedo a vivir —a vivir realmente—, a estar de verdad vivos y despiertos en el aquí y el ahora, a estar desprotegidos frente a la energía en bruto, la energía salvaje que es la vida.
La vida lo incluye todo —no solo lo bueno, lo positivo, lo feliz— y eso significa que, para estar de verdad vivos y despiertos, debemos abrirnos a todo. Sí, la vida es alegría, dicha y felicidad, pero también es dolor y tristeza, miedo, ira, confusión e impotencia.
Despertar significa admitir que no puedes protegerte de ninguna de las olas del océano de la vida, que quien realmente eres es tan vasto e incondicional y libre que no puede sino acogerlo todo.
Abrirte a la vida equivale a abrirte a la muerte..., a la muerte de quien pensabas que eras, la muerte de quien creías ser, la muerte de todo lo que has imaginado sobre ti. La vida y la muerte son en verdad iguales, y la mente nunca, jamás, entenderá esto.
La gente suele pensar que la iluminación espiritual tiene que ver con eliminar las olas de experiencia de las que siente miedo.
Tenemos la idea equivocada de que la iluminación es un estado o experiencia especial, un lugar donde ya no hay miedo, ni dolor, ni tristeza, ni ira, ni nada negativo. En otras palabras, que la iluminación es un océano totalmente en calma y controlado, en el que todas las olas malas han muerto. Que es luz sin oscuridad, unidad sin diversidad.
Pero esta idea no es sino expresión del anhelo del buscador. El buscador quiere anestesiarse contra la vida. El buscador quiere estar protegido de la muerte, tener control total sobre las olas en la experiencia presente.
Para muchos, la iluminación es la visión de un océano perfecto..., un océano libre de todas las olas negativas, de todas las olas malignas, de todas las olas peligrosas. Es el gurú extasiado que vive en un estado de felicidad absoluta, que nunca siente dolor, tristeza, aburrimiento, frustración, miedo ni ninguna clase de debilidad habida o por haber. Es estar libre del mundo relativo del dolor y el sufrimiento. Es un escape del mundo de la dualidad. Es la protección suprema.
Entendemos ahora que este tipo de iluminación es imposible. Es una mentira, basada en ideas dualistas sobre quién y qué somos. Es un sueño del buscador, y nada más. Desgraciadamente —o quizá afortunadamente, en el gran plan de las cosas— muchas enseñanzas espirituales están al servicio de ese sueño. El sueño vende, porque es lo que el buscador quiere por encima de todo: comodidad, certeza y seguridad.
Durante toda la historia humana, debido al miedo esencial a la muerte (que era secretamente miedo a la vida), hemos combatido lo que nos parecía oscuridad y hemos intentado alcanzar lo que creíamos luz.
Incapaces de reconocer quiénes éramos realmente, hemos atacado o reprimido todo aquello que nos parecía una amenaza para esa luz. Esos aspectos de la vida los hemos calificado de peligrosos, malignos, pecaminosos, impíos, malvados..., tabú, en el sentido original del término, y la espiritualidad se ha convertido así en una guerra contra la oscuridad, y no en el descubrimiento de la luz presente.
Sintiéndonos separados como individuos, habiendo desgarrado en dos la realidad, hemos creído que si conseguíamos deshacernos de los aspectos oscuros de nuestra experiencia, si conseguíamos vencer al demonio, si conseguíamos subyugar el pecado, si conseguíamos librar del mal al mundo, si conseguíamos destruir la impureza, conoceríamos una vida larga y próspera.
Queriendo alcanzar el cielo, hemos inventado y luego combatido la idea del infierno. Queriendo alcanzar el nirvana, hemos rechazado el samsara.
Queriendo alcanzar la cordura, le hemos declarado la guerra a lo que llamamos «la enfermedad mental».
Queriendo alcanzar a Dios, le hemos declarado la guerra al pecado.
El pecado, la enfermedad, el mal, la locura, la impureza, cualquier cosa impía, cualquier cosa que no encajara en nuestros planes de búsqueda, la hemos convertido en tabú, y nos hemos sentido con justo derecho a reprimirla, combatirla o incluso destruirla.
Hemos creado chivos expiatorios, seguidos de incalculable violencia. Hemos creído que estábamos del lado de la vida y que, por nuestras fatigas, se nos recompensaría con más vida; que estaríamos protegidos de la muerte, y que todo saldría a la perfección.
Tenía sentido..., en cierto modo. Escapa de la oscuridad y alcanza la luz. Escapa del mal y alcanza lo bueno, lo puro, lo sagrado. Escapa de lo personal y alcanza lo impersonal. Escapa de la dualidad y alcanza la no dualidad. Eso es lo que hemos creído, en nuestra inocencia. Pero cuando las despojamos de toda connotación religiosa, vemos que palabras como «oscuridad» y «mal» no son ya extrañas fuerzas místicas que hayamos de temer y combatir, sino meros indicadores de aquellas olas de experiencia — aquellos pensamientos, sentimientos y sensaciones— que en la actualidad rechazamos, que en la actualidad no consideramos expresiones legítimas de la completud.
Las olas «malas» u «oscuras» son simplemente aquellas en las que, por error, vemos una amenaza para la completud, una amenaza para la vida. Son las olas que rechazamos, las que no amamos. Las olas a las que les damos la espalda, a las que tememos. Son las olas huérfanas que sencillamente anhelan volver a casa, y a las que no permitimos entrar, que ponen en peligro las preciosas imágenes que tenemos de nosotros mismos.
El miedo, la ira, la tristeza, los deseos sexuales, los pensamientos extraños... no son inherentemente oscuros ni malos. Lo único que ocurre es que no se les permite entrar en la luz, y por eso parecen lo que no son. Parecen ser oscuros y malos y oponerse a la luz, pero, en verdad, ninguna ola puede oponerse jamás al océano, puesto que todas las olas son el océano.
Ninguna de esas olas que consideramos oscuras se opone a la luz; ya es la luz, solo que no se la reconoce como tal. Lo que consideramos malo no es sino luz reprobada y rechazada. Lo que consideramos malo es simplemente lo que tememos.
Muchas enseñanzas y prácticas espirituales se nos han presentado a lo largo de los siglos como la solución última al problema de ser humanos. Se nos ha enseñado la manera de trascender lo negativo y atraer lo positivo, de salir del cuerpo, de eliminar las emociones dolorosas, de escapar de los sentimientos, de detener los pensamientos, de aniquilar la imperfección y la impureza, de desapegarnos de la vida. Pero ¿por qué esta batalla interminable contra los pensamientos y los sentimientos?
¿Por qué esta guerra con el momento presente?
¿Por qué nos da miedo dar un abrazo total a nuestra humanidad, el abrazo que en realidad somos en esencia?
¿Por qué tenemos tanto miedo de nosotros?
¿Por qué este rechazo constante de la vida en sí?
Tal vez tengamos miedo de que, si abrazamos completamente nuestra humanidad en el aquí y el ahora, estemos de hecho impidiendo o perdiéndonos algún tipo de existencia más sublime en el futuro.
Se nos ha hecho creer que la humanidad se encuentra en algún tipo de estado deshonroso, y que abrazar plenamente la experiencia humana, deshonrosa, obligadamente terrenal, mortal, «ilusoria», sería un error, una evasiva, una claudicación, significaría conformarnos con menos de lo que merecemos, rechazar nuestra herencia cósmica.
Se nos ha enseñado que, más allá de la experiencia humana, más allá de las sombras de la cueva, hay un mundo más perfecto, un misterioso reino inmortal, celestial e iluminado esperándonos a todos.
Quizá todas estas creencias sean solo los sueños y las pesadillas del buscador, y la completud que buscamos esté ya aquí, oculta de hecho en nuestra humanidad, oculta en todo aquello de lo que intentamos escapar.
Quizá ser humano nunca haya sido el problema.
Quizá el problema nunca haya sido la vida.
Quizá no necesitemos soluciones al problema inexistente de estar vivos aquí y ahora.
Quizá no necesitemos promesas de un mundo mejor, de una vida futura, de un cielo, de un ámbito espiritual trascendente, y nunca las hayamos necesitado.
Quizá estemos profundamente bien como estamos, ya perfectos en nuestra imperfección, acogidos ya plenamente en el abrazo de la propia vida, que intentamos eludir.
¿Qué es la iluminación, entonces, si no guarda relación con escapar de nuestra humanidad, con escapar de algo llamado oscuridad o negatividad o el mal y avanzar hacia otro algo llamado luz?
¿Qué es el despertar espiritual, si no guarda relación con librarse de todas aquellas cosas de nosotros que nos disgustan?
¿Qué es la verdad suprema, si ya no es una negación de nuestra humanidad?
¿Qué es lo impersonal, si ya no está en guerra con lo personal?
¿Qué es lo absoluto, si al final acoge en sí lo relativo?
¿Qué pasa cuando todas las olas son dignas de amor, cuando no queda nadie aquí separado de la vida?
¿Qué pasa cuando el miedo a la muerte, que es el miedo a la vida, toca a su fin?
La iluminación no consiste en que seas tan fuerte que puedas aceptar todas las olas. No consiste en controlar las olas en modo alguno. No consiste en escapar del momento presente. No consiste en mantener una imagen de ti de persona iluminada y en demostrar lo espiritual que eres, lo extasiado y en paz que vives todo el tiempo.
Consiste en descubrir quién eres..., y eso es algo tan radicalmente abierto, tan vulnerable, tan desprotegido, tan débil, en cierto sentido, que cada vez te resulta más imposible escapar de las olas que aparecen ahora. Una debilidad que, en realidad, no es debilidad en absoluto, pues en ella reside la fuerza más imponente. La iluminación es la más profunda aceptación de la vida. Y no hace falta que tú «hagas» esa aceptación; forma parte inherente de ti.
Mucha gente tiene experiencias del despertar en las que entran en contacto con el vasto océano, más allá de la multitud de olas. Pero la vida no acaba ahí. Las olas siguen viniendo y, muy pronto, todas esas preciosas percepciones espirituales se olvidan.
Por muy despiertos o espiritualmente evolucionados que creamos estar, por mucho que mostremos la imagen de «no tener un yo», o de ser «nadie», o de estar «más allá de lo personal», nos enredamos en las olas de la vida, lo admitamos o no.
Nos vemos nuevamente arrastrados por el sufrimiento, el dolor físico, el conflicto de las relaciones, las adicciones, el perseguir nuevas experiencias o el aferramos a las viejas, o una nueva búsqueda espiritual.
Es como haber estado despiertos y haber perdido luego ese despertar. Tocamos el cielo, y luego caímos de él. De esto pueden derivarse mucho conflicto y mucho sufrimiento: una vez que has tocado el cielo, la vida puede ser un infierno. Incluso la persona aparentemente más iluminada puede seguir experimentando tristeza, miedo o un conflicto terrible en sus relaciones, después de la experiencia de la iluminación. Y muchas veces ese sufrimiento es más difícil de admitir que nunca, ahora que la imagen de sí mismo que uno pasea es la de «el que ha experimentado el despertar» o, peor todavía, la de «el maestro iluminado».
Pero este sufrimiento que continúa es una gran noticia, de verdad, pues es solo una invitación a que te desprendas de todas las imágenes que tienes de ti, incluida la imagen de que estás iluminado o de que has trascendido el sufrimiento; a que afrontes sin miedo la experiencia presente, y a que encuentres la más profunda aceptación en ella..., y solo en ella.
Algunas enseñanzas espirituales hablan de las etapas del despertar. Dicen que lleva tiempo estar plenamente despierto. Algunas enseñanzas aseguran que puede haber un suceso inicial de despertar (en otras palabras, percibir el océano), pero que luego se puede tardar muchos años, incluso toda una vida, en integrar y encarnar plenamente ese despertar, en vivir realmente en él en la vida cotidiana.
Hay quienes hablan del despertar como un viaje de integración de todas las olas, que conduce a un punto, situado en el futuro, en el que todas las olas se encontrarán plenamente integradas en el océano, y el viajero, como individuo, estará plena y absolutamente despierto.
Y hay quienes afirman que en realidad no existe el despertar, que el despertar es un mito, que nadie ha despertado realmente nunca, y que deberíamos todos dejar ya de contemplar nuestro sufrimiento y tomarnos una taza de té y unas pastas.
Hay tantas enseñanzas en el mundo, tantas perspectivas distintas..., y todas pueden confundir sin límites a alguien que quiera sinceramente encontrar la libertad en su vida.
Todos los caminos, procesos, prácticas y enseñanzas espirituales tienen su lugar; no estoy aquí para juzgar ninguno de ellos. Pero cuando reconoces que eres el espacio plenamente abierto en el que todas las olas aparecen y desaparecen, la íntima vastedad en la que todos los pensamientos, sentimientos y sensaciones vienen y van, empieza a estar mucho más claro en qué consiste realmente el despertar.
Cuando reconoces que eres el vasto e íntimo espacio abierto de la consciencia, ya no hay una entidad llamada «yo» que vaya despertando más con el paso del tiempo, o que vaya a alcanzar la integración total en el futuro, pues, desde la perspectiva de quien realmente soy, se ve con claridad que toda ola que aparece ahora mismo está ya integrada en el océano..., que todas las olas tienen ya una intimidad total con lo que soy.
No se trata, por tanto, de que yo avance hacia un punto final de integración total en el futuro. Ese es el sueño del buscador, que vive siempre en el cuento del logro espiritual enmarcado en el tiempo.
De lo que se trata siempre, absolutamente siempre, es de reconocer esa integración en la experiencia presente aquí y ahora. Se trata de despertar a la completud y aceptación profunda de este momento, tal como es.
Se trata de ver que estas olas ya están profundamente aceptadas, aquí y ahora. La integración de mañana no es asunto mío, y el relato del despertar de ayer es ir relevante. Aquí y ahora es donde está la vida, toda. Y solo hay aquí y ahora.
Y aunque este parezca ser un proceso que se desarrolla en el tiempo —quemar las imágenes que tienes de ti, reconocer la búsqueda en todas sus formas sutiles y aún más sutiles, descubrir la aceptación en esas olas que nunca habías imaginado que se pudieran aceptar, encontrar amor y paz en lugares que pensabas que el amor y la paz habían abandonado, descubrir más y más intimidad en tus relaciones personales aunque a la vez te das profunda cuenta de que no hay «otros» fuera de ti— de hecho, es un proceso atemporal que siempre sucede solamente ahora. La vida se integra consigo misma, aquí y ahora, y tú eres el testigo de su danza. La vida se sana a través de ti.
Sí, esta es la bellísima paradoja del despertar espiritual. La vida está ya completa, radicalmente completa, aquí y ahora.
No eres un ser defectuoso. Incluso con tus imperfecciones, eres perfecto exactamente cómo eres. La vida ya se ha completado en este momento y siendo este momento, y esta es la bella verdad última de la existencia. Y, sin embargo, asimismo, esa completud continúa expresándose como invitación sin fin a redescubrir la completud en medio de esta experiencia encarnada, personal, profundamente humana, aquí y ahora.
Cada ola que aparece, cada pensamiento, sonido, olor, sentimiento y sensación que aflora en el océano que eres te susurra suavemente:
«Por favor, no te escapes de mí, por muy doloroso o intenso que parezca ahora mismo. Confía en mí, soy el océano también. Aunque ahora adopto esta forma y tal vez no te resulte obvio, es aquí adonde pertenezco. No te preocupes, no es necesario que me aceptes, ya estoy dentro.
Y no te preocupes, tampoco puedes rechazarme; ya estoy dentro, ¿te has dado cuenta? ¿Estás dispuesto a ir más allá de todas las ideas que tienes sobre ti, de todos los cuentos sobre tu pasado y tu futuro, y a admitir simplemente que ya estoy aquí, que ya se me ha admitido?
¿Puedes admitir que quien realmente eres es lo bastante vasto como para contener la totalidad de la vida, lo bueno y lo malo?».
Mira tu vida. La invitación está en todas partes. Está en la alegría y en el dolor, en el aburrimiento y en el entusiasmo, en el pesar y en el éxtasis, en la dulzura y en la amargura, en tu nacimiento y en tu lecho de muerte.
La invitación está aquí, en cada momento de este precioso y frágil regalo de una vida que tan fácilmente damos por hecha. Y justo ahora, mientras lees estas palabras, te llama con suavidad para que vuelvas a ella.
J. Foster